viernes, 9 de noviembre de 2012

la iglesia de Dios te recibe con amor sin importar lo que hayas hecho...



Gálatas 3:15-18
Hermanos, hablo en términos humanos: un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade.  Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas y a su simiente.  No dice: y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno.  Y a tu simiente, la cual es Cristo.  Esto, pues, digo: el pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la promesa.  Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa.

Pablo está aclarando que los judíos no son los únicos herederos de la promesa que se realizó a Abraham.  Cristo es la simiente de Abraham y murió por absolutamente todos:   judíos y gentiles.  Pero algunos judíos seguían creyendo que los gentiles no podían ser parte de esas promesas.  Por esta razón, Pablo trae a colación la promesa y explica cómo se hizo de manera singular: tu simiente, así podemos entender que la simiente es Cristo solamente y no toda una descendencia que viniera exclusivamente de la carne.  La promesa que se hizo a Abraham, en Cristo es manifestada y llevada a cabo.  Ahora, todos los que creen en Su nombre, serán contados por justicia.  Esto es un cambio radical en su forma de pensar.  

¿Sabes algo?  Hoy en día, esta promesa, debe transformar tu manera de pensar también.  Cristo se entregó por todos.  No por unos cuantos sino por todos.  Vino a servir.  Vino a darnos el mejor testimonio.  Vino a ser tentado y vencer la tentación.  Vino a entregar su cuerpo.  Vino a sufrir por nosotros.  Vino a morir y a mostrarnos que ha vencido a la muerte.  Todas estas descripciones las encontramos en la biblia.  Lo que no encontramos en la biblia es la exclusión de personas que querían seguir haciendo los judíos y con la que nosotros queremos vivir hoy.  Queremos decidir quiénes deben venir a la iglesia de Dios y señalamos a los que no.  Nos sentimos bien con aquellos que aceptamos pero no tanto con los “incómodos”.  Queremos decidir a quién amamos y a quién no.  ¿El Señor dice ama a tu prójimo o ama a quien tú consideres deba ser amado?  Así como los judíos rechazaron a los gentiles, hoy nosotros estamos rechazando a muchas personas por sus “pasados y presentes”.  Tristemente las iglesias no se ven como un hospital donde llegamos enfermos y lastimados y somos restaurados.  Las iglesias allá afuera son vistas como lugares donde uno debe llegar sin problemas y siendo “bueno”.  Un lugar donde serán criticados y señalados por su forma de vivir.  ¿En qué momento nos pasó?  ¿Cómo dejamos de amar al prójimo y seguir el ejemplo de Cristo?  La iglesia debe ser el lugar donde tú y yo podemos expresar nuestros pecados sin miedo a ser juzgados.  Debe ser el lugar en donde seamos animados y guiados para dejar que Cristo nos transforme.  Debemos tener un lugar de amor y aceptación sin importar lo que hayamos hecho.  Ojo, las consecuencias siempre estarán ahí, pero el amor que Dios nos tiene también sigue ahí y por esta razón, nosotros debemos amar también.  ¿Divorciados?  ¿Adúlteros?  ¿Borrachos?  ¿Drogadictos?  ¿Homosexuales?  ¿Mentirosos?  ¿Golpeadores?  ¿Ladrones?  ¿Cómo decidir a quién se acepta y a quién no?  El Señor ya decidió por nosotros.  Él nos ama a todos y quiere reconciliarse con cada uno sin excepción.  Entonces, ¿Quiénes somos para juzgar y señalar?  La justificación viene por la fe y no por las obras.  ¿Cómo pedir que cambie alguien antes de venir a la iglesia?  ¡Es al revés!  Primero vienen a reconciliarse con el Señor y después Él se encarga de corregir sus pasos.  La fe los justifica y no sus actos.  Aprendamos a amar a nuestro prójimo tal y como el Señor nos ama: incondicionalmente.  Aprendamos a llevar ese amor allá afuera pues hace mucha falta.  Seamos vehículos de bendición y no de juicio.

Oración
Padre nuestro: alabado seas.  Tú que reinas y creaste todo lo que hay, te preocupas por mí y buscas mi bien.  ¡Qué grande eres!  Te doy gracias por ello y te entrego todo mi ser.  Perdona mis pecados y guíame en tu voluntad.  No permitas que juzgue o critique sino que ame así como Tú me amas.  Permite que mi vida lleve amor y bendición a los demás y que sea testimonio del gran amor que Tú nos das.  En Cristo Jesús te lo pido.  Amén 

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